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Así quedó escrito

category venezuela / colombia | imperialismo / guerra | non-anarchist press author Friday October 01, 2010 05:49author by Alfredo Molano Bravo - El Espectador Report this post to the editors

"La tierra del suelo natal, antes que nada, ha moldeado nuestro ser con su sustancia. Nuestra vida no es otra cosa que la esencia de nuestro pobre país". Simón Bolívar (Citado por William Ospina. ‘En busca de Bolívar’)

ENTREVISTÉ EN 1990 AL MONO JOJOY en La Julia, sobre el río Duda, muy cerca de donde lo mataron. En el libro Trochas y Fusiles él es el narrador anónimo del relato “Camino de Huyentes”. La referencia a su vida es textual.

“Yo nací en uno de los repliegues del movimiento al alto Sumapaz, cuando todavía se luchaba contra la dictadura de los godos. A mi padre lo mataron durante la guerra con Rojas Pinilla y crecí oyendo hablar de los Vargas, una familia vieja de la Esperanza a la que don Juan (de la Cruz Varela) expropió la tierra. Don Antonio Vargas, el padre de todos, era conservador, y las haciendas le venían por herencia de su señor abuelo. No convino con los agraristas de don Juan y menos con nosotros. Mandó matar mucha gente, y a mí me contaron que por cuenta de él mataron a mi padre y a mi hermano mayor. Pisoteaba a cuanto compañero se le atravesaba, y llegó hasta atravesarse él mismo en Cabrera. No se podía pasar porque ahí mismo lo quebraba a uno. Después de la guerra de Villarrica, él era el motivo para mantener vivas las autodefensas.

Estuve en la escuela hasta que me expulsaron por decir que la hostia era simple, que no sabía a nada y que sería más rica si se le echaba membrillo de guayaba. La maestra me acusó de hereje y el partido (comunista) respaldó la sanción. En cosas de educación, la dirección siempre respaldaba a las autoridades. Acepté la expulsión porque tenía oficio con las autodefensas, que era lo que me interesaba y porque siempre me han gustado las armas de combate. Cuando niño me sentía culpable de sólo mirarlas. Las autodefensas nos entrenaban matando pájaros con caucheras. El que más pájaros, más negros y más grandes, trajera, ganaba: y ganar era igual a que a uno lo miraran bien y no le tacañearan el dulce, la panela. Matábamos mucho pájaro: éramos unos expertos en volarles la cabeza con munición hecha con barro colorado secado al sol.

Cuando comencé a crecer y ya tenía unos doce años servíamos de guía a las guerrillas para ayudarles a hacer las travesías. Nosotros conocíamos todas esas hoyas, filos y páramos como nuestra propia casa y por eso los guerreros confiaban más en nosotros. En una de esas me ordenaron acompañar a unos compañeros desde la Hoya de Palacios hasta Sinaí. A uno no le decían sino lo que tenía que hacer: ‘Vaya y llévelos de tal parte a tal otra’. Nada más. Pero entre silencio y silencio uno va haciendo conversa. A mí me dio la corazonada de que los compañeros eran camaradas, gente de mando. Los noté cansados, como si llegaran de pelear, pero no se había oído de encuentros en esos días. Venían ocho hombres muy bien armados y se trataban unos a otros con mucho respeto. Había un camarada, amplio de cuerpo y cara, con unos ojos muy finos y rápidos, que hablaba poco y que lo llamaba a uno ‘joven’. Me gustó porque daba órdenes secas. Traté varias veces de hacerle conversación, pero el hombre tenía la cabeza en otro lado. Yo sentía que él pasaba y pasaba la misma película, aunque nada decía ni lado daba. Me le puse al corte y ni por esas. No fui capaz de saber a qué camándula le daba vueltas. Los dejé en El Sinaí y me devolví para la Esperanza. Mucho después me vine a dar cuenta de que el hombre era Marulanda y que la conferencia era la Segunda, de la que salió la fundación de las Farc.

A los quince años me aceptaron en las autodefensas. Primero vino el entrenamiento militar: lo de armar y desarmar, lo de hacer catalicones y trincheras, vivir en el monte, pagar guardia, aguantar hambre, todo eso lo viene uno aprendiendo desde antes de nacer. Lo que a mí hacía falta era el título: miliciano”.

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