El autor (panameño) propone una interpretación de la violencia no como una especie de plaga nacida de la intolerancia, sino como un fenómeno histórico-social
En Honduras, por ejemplo, con la peor tasa mundial de homicidios, es claro que la situación social –especialmente la pobreza y la ignorancia masivas, el empleo precario y la desigualdad– está en la base del problema, sin que ello signifique que es su causa inmediata. Una subcultura de machismo y violencia, alimentada por muchos decenios de exclusión, despojo, represión y resentimientos, contribuye a traducirlos en violencia y criminalidad. Las conductas violentas de los correspondientes lastimados sociales son anteriores a la proliferación de armas de fuego y el narcotráfico, que luego han potenciado esas formas de actuación social y personal.
Y un factor que después contribuye a incrementar este efecto es la utilización de dichos individuos y grupos, contratados como matones y sicarios por miembros de las élites del poder, para propósitos de imposición, despojo o represión. Ese vínculo con la élite le otorga a esos individuos y grupos cierto estatus y mayor impunidad. No es lo mismo ser un criminal de mala muerte que hacerlo al servicio de ciertos potentados; en la subcultura de los marginales, esto dispensa una peculiar “legitimación”.
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