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Hagamos memoria: los culpables de la crisis colombiana

category venezuela / colombia | community struggles | opinión / análisis author Tuesday September 03, 2013 19:09author by Centro de Investigación Libertaria y Educación Popular - CILEP Report this post to the editors

"En realidad, siempre he pensado que no hay memoria colectiva, lo que quizá sea una forma de defensa de la especie humana. La frase "todo tiempo pasado fue mejor" no indica que antes sucedieran menos cosas malas, sino que —felizmente— la gente las echa en el olvido".

Ernesto Sábato.
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A dos semanas de iniciado el paro nacional agrario nadie, ni el mismo presidente, ni el gobierno, ni la oligarquía, ni sus dependientes en los medios de comunicación, pone en duda que el sector agrario del país está en “crisis”. La “crisis del campo”, el “olvido del sector por parte del Estado”, se ofrece entonces como una explicación para la indignación y el hastío de los colombianos y colombianas que, pese a la represión y al miedo, han tenido el valor de levantar sus voces para descubrir la injusticia. Nadie, en el mismo sentido, quiere ir más allá: la “crisis”, cual demiurgo con propia voluntad, ha engendrado todo este problema. Como si fuese la primera vez que la injusticia es denunciada, como si en el pasado reciente no se hubiera advertido esta situación y, lo que es peor, como si, pese a esas advertencias muchas veces criminalizadas cuando no simplemente acalladas, no hubiesen personas, con sus “carnitas y sus huesitos”, que impusieron sus intereses y tomaron decisiones contrarias a los intereses del pueblo y la nación colombiana.

Desde 1994, cuando tuvo lugar la Cumbre de las Américas en Miami y se planteó el proyecto del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), que pretendía extender el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, por su nombre en inglés) al resto de América, arreciaron no sólo las críticas fundadas, sino sobre todo rigurosos trabajos académicos que ponían en evidencia los perjuicios de este tipo de acuerdos entre economías tan desiguales como la de USA y el resto de países latinoamericanos. Este proyecto entró en declive a nivel regional gracias al ascenso de los denominados “gobiernos progresistas” en la última década, de forma que en la IV Cumbre de las Américas, en Mar del Plata, la propuesta fue enterrada para asombro de George W. Bush: el símbolo de su sepelio fue la clausura de la paralela III Cumbre de los Pueblos de América, cuando varios líderes latinoamericanos se congregaron en el estadio de la ciudad argentina y el Comandante Presidente Chávez mandó “el Alca al carajo”.

No obstante, de forma simultánea USA venía promoviendo tratados de libre comercio (TLC) de forma bilateral. Así, en 2003 firmó un tratado con Chile, en 2004 con países centroamericanos, en 2005 con Perú, entonces gobernado por Alejandro Toledo, y en abril de 2006 con Colombia, bajo la primera administración Uribe. Estas decisiones tuvieron un alto costo para el país, pues Venezuela, nuestro segundo socio comercial, decidió retirarse de la Comunidad Andina de Naciones (CAN), lo que dio paso a tensiones políticas que afectaron el comercio y de las que aún hoy nuestra economía no ha podido recuperarse. Aunque todas las consecuencias negativas del TLC aún no son visibles a nuestros ojos, y por tanto no podemos afirmar que la crisis agraria se explique únicamente por él, es innegable que es el símbolo de un modelo de acumulación profundamente nocivo para el pueblo colombiano.

El TLC fue aprobado por el Congreso gringo el 10 de octubre de 2011 y entró en vigencia el 15 de mayo de 2012. Tal aprobación estuvo en vilo desde abril 2008, y uno de los impedimentos que la bancada Demócrata encontraba para impedir su aprobación era la persistente violación de derechos humanos en el país. Incluso durante la campaña presidencial de 2008, mientras el candidato republicano McCain avaló incondicionalmente el acuerdo, Obama mantuvo sus reservas.

Sin embargo, el lobby hecho por Uribe en persona finalmente funcionó. Por esos días, la “seguridad democrática” y la “confianza inversionista”, aún se ofrecían como la panacea del desarrollo. Para sus defensores, el TLC abriría uno de los mercados más grandes del mundo para los productores colombianos, con el tratado habrían reglas claras para el intercambio lo que facilitaría la inversión y generaría toda clase de beneficios a la economía colombiana. Lo único que deberíamos hacer era ser más competitivos: ¡las “camisitas pruducidas en Pereira” o los zapatos producidos en Bucaramanga sólo deberían hacer un pequeño esfuerzo para competir con los bajos costos de producción y la experiencia de la economía China!

En Colombia no faltaron las voces de oposición y alerta, tanto en el Congreso como en la opinión pública y los movimientos populares. El gobierno parecía no haber aprendido absolutamente nada de la desindustrialización y las dinámicas perversas que trajo la “apertura económica” en los años noventa, tampoco parecía advertir los perjuicios que los TLC habían tenido en países como México. El hoy alcalde de Bogotá y entonces Senador, Gustavo Petro, era presentado como un traidor a la patria por tratar de persuadir a los Demócratas gringos para que no ratificasen el acuerdo . De fondo, el TLC se negociaría en condiciones de la más completa asimetría, paradójicamente impidiendo el libre comercio para imponer las condiciones que USA ya había impuesto a otros países de la región, sobre todo en cuanto a las patentes farmacéuticas y agroquímicas.

¿Qué libre comercio puede existir cuando la agricultura norteamericana es una de las que más ayudas estatales, o barreras no arancelarias, recibe? De antemano sabíamos que los pequeños productores industriales, los de las camisitas y los zapatos que Uribe siempre ponía de ejemplo, estarían fuera de la competencia, así como los productores campesinos. Pero eso no era todo: el tratado lesionó profundamente la democracia, la poca que teníamos, y la soberanía. Las controversias comerciales son revisadas por tribunales privados, luego la justicia privada, junto con un puñado de tecnócratas, reemplazan las instituciones políticas del país. Y para agravar el asunto, la “seguridad jurídica” implica la imposibilidad de revisar el acuerdo. No deberíamos sorprendernos por el hecho de que hoy la única respuesta gubernamental sea la represión y la militarización del conflicto social.

Ninguna de esas razones importó y, como tantas veces sucedió durante el uribato –recuérdese, por ejemplo, las reformas constitucionales que permitieron la reelección-, la razón fue vencida por la fuerza y las mayorías, siempre cuestionadas por sus vínculos con la mafia y el paramilitarismo, de forma que el Congreso ratificó el acuerdo en julio de 2007 y un año más tarde la Corte Constitucional lo declaró constitucional.

Al cierre de las negociaciones, en febrero de 2006, en una larga alocución televisada Uribe explicó así las bondades del tratado, una negra ironía si las leemos hoy:

“El sábado pasado, en un Consejo Comunitario en Sogamoso, me decían: ‘¿Presidente y qué va a pasar con la papa en Boyacá?’ Nada, va para adelante, el TLC no la afecta. La papa, salvo en países que son vecinos, limítrofes, no se comercializa en su estado fresco. Además los Estados Unidos no la protége…
(…)
“Para ayudar a los productos que sufren, que tienen temores, hemos concebido un programa que se llama: Agricultura, ingreso seguro. 


“Lo vamos a concertar con los gremios de la producción y con ellos nos propondremos presentar un proyecto de ley, en marzo o en julio, al honorable Congreso, para garantizarles a los agricultores que la agricultura es un ingreso seguro en nuestra Patria” . 



En efecto, la economía colombiana estaba haciendo grandes esfuerzos para ser competitiva: los recursos de Agro Ingreso Seguro, probablemente fueron bien invertidos en preparar al país para el TLC, en la campaña para la reelección. La confianza inversionista, ayer como hoy, implica “seguridad jurídica” para el capital, de tal manera que ya para ese momento el despojo a sangre y fuego de tierra y territorios se había legitimado, si no legalizado, luego de la extradición de los cabecillas del paramilitarismo a USA en 2008, con lo que se cerró la posibilidad de conocer la verdad, hacer justicia y reparación devolviendo las propiedades a las víctimas.

Sería engorroso enumerar todas las acciones encaminadas hacia ese magnánimo fin, pero aún no nos libramos de las peores. Nuestras flamantes élites políticas durante los doscientos años de la República siempre han jugado a igualarse por lo bajo, ni siquiera han aspirado a ser cabeza de ratón, a lo sumo aspiran a ser la cola, siempre y cuando ello les permita mantener sus fútiles privilegios.

Para competir con economías como China, cuyos costos de producción son bajísimos debido a la miseria de sus salarios y donde el desempleo de los profesionales se ha convertido en una amenaza para el sistema político y social, se debe procurar bajar todo lo posible el costo del trabajo y ofrecer las condiciones jurídicas e institucionales que atraigan la renombrada inversión. Por eso, la reforma a la educación superior en la que se ha empeñado el gobierno no contempla la necesidad ni la posibilidad de generar conocimiento, ciencia y tecnología propias, sino más bien la de formar mano de obra competitiva para el mercado.

En el fondo el modelo de acumulación propuesto implica una reconversión total de la economía y el sistema político y social, pues pasa por acabar con los derechos de los seres humanos y de la naturaleza, a fin de proveer la flamante “seguridad jurídica”.

Podemos evidenciar claramente esta dinámica en el interés del gobierno por promover la “locomotora minero-energética”: los derechos laborales son burlados por las multinacionales con apoyo del propio Estado colombiano y de su fuerza pública, como ocurrió hace meses en Puerto Gaitán con Pacific Rubiales. De los derechos de la naturaleza ni hablar: el gobierno ni siquiera está dispuesto a acatar consultas populares como la que se llevó a cabo hace unos meses en Piedras (Tolima) en rechazo de la gran minería.

Las inversiones multinacionales mineroenergéticas generan la denominada enfermedad holandesa (el ingreso de divisas produce una revaluación, un aumento de las importaciones y el desestímulo a la producción industrial y agropecuaria nacional), además de arruinar el campo y la industria, acaban con el medio ambiente y abusan de los ciudadanos colombianos, pero reciben crecidas exenciones tributarias para incentivar la inversión. Es decir, no deja nada bueno para el país.
Este modelo de acumulación, tal como ha sido planificado e impuesto, no tiene y posiblemente no tendrá en cuenta el campo, y menos a los pequeños productores. Quizás lo deseable es que abandonen sus territorios, sus raíces y su identidad, las banderas de Colombia y las ruanas que orgullosamente exhiben nuestros campesinos en medio de las protestas, y se concentren en los enclaves mineroenergéticos trabajando bajo condiciones inhumanas o engrosen el rebusque en las ciudades.

Por eso, la lucha del paro agrario no es por unos subsidios ni menos por aumentar o disminuir los aranceles de tal o cual producto: la lucha es por un modelo económico, político y social, que garantice la soberanía alimentaria y permita la vida digna, todo lo cual pasa por recuperar nuestro campo y dignificar nuestros campesinos y campesinas. En contraste con lo que diría el oscuro personaje de Sábato, Juan Pablo Castel, hoy sabemos que un mecanismo de defensa, resistencia y rebeldía es la memoria: si a ella.

Centro de Investigación Libertaria y Educación Popular (CILEP)

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