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¿Qué es el territorio?

category venezuela / colombia | community struggles | opinión / análisis author Monday December 14, 2015 09:46author by Steven Cruxauthor address http://acratalibertario.wordpress.com/ Report this post to the editors

Aproximación a un concepto necesario de definir

Desde hace un par de años el movimiento libertario ha retomado uno de los ejes más antiguos que se ha visto presente a lo largo de Colombia en lo que respecta a un proceso de transformación radical: el trabajo comunitario. El principal problema a la hora de abordar este debate se centra en la necesidad de caracterizar que son las comunidades, que paradigmas universales y particulares presentan y cual es su relación ínter-dimensional, es decir, su dialogo reciproco con la política, la economía, la participación social y la geografía, por medio del puente territorial.
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Desde hace un par de años el movimiento libertario ha retomado uno de los ejes más antiguos que se ha visto presente a lo largo de Colombia en lo que respecta a un proceso de transformación radical: el trabajo comunitario. El principal problema a la hora de abordar este debate se centra en la necesidad de caracterizar que son las comunidades, que paradigmas universales y particulares presentan y cual es su relación ínter-dimensional, es decir, su dialogo reciproco con la política, la economía, la participación social y la geografía, por medio del puente territorial.

Sin lugar a dudas entender el territorio en el que se enmarca una comunidad es dar un paso adelante en esta tarea, que a pesar de parecer abstracta, toca elementos certeros en lo inmediato que muchas veces dejamos por fuera de nuestros análisis. Este artículo es una humilde contribución que pretende sintetizar algunas reflexiones, aportes, criticas, preguntas y situaciones al detalle que se han venido recopilando desde hace un par de meses, y pretende servir como insumo al debate que se ha venido dando en diferentes organizaciones sociales identificadas con una apuesta clara por la construcción de una autonomía anticapitalista, especialmente aquellas identificadas con el anarquismo o las prácticas libertarias.

Además, antes de empezar quiero dejar constancia sobre el objetivo de este pequeño texto, que no pretende teorizar a profundo sobre el tema ni es una tesis que busca desentrañar las complejas relaciones del tema. Aunque no es diferente, el objetivo final si pasa por una suerte de pequeña sistematización militante que parte de análisis concretos, reflexiones políticas y una postura claramente identificada con las necesidades actuales de una gesta libertaria en Colombia, por tal razón, tampoco se profundizará sobre un eventual paradigma territorial en una sociedad ya emancipada, por ejemplo, a la hora de como entender los conglomerados poblacionales en una nueva estructura social libertaria (como lo ha hecho hace ya años Miguel Amorós), sino de lo que se trata es de partir de una situación particular actual y desde ahí tener miras hacia el futuro en el corto y mediano plazo, haciendo a su vez la aclaración de que este texto se escribe desde los barrios populares y las periferias urbanas, intentando hacer un ejercicio más vivencial aunque fuertemente teórico. Esto no niega la necesidad de pensarse los territorios en el largo plazo en una correlación de fuerzas favorable para las revolucionarias, por eso se exhorta a otras compañeras y organizaciones a animarnos en dar ese debate.

El territorio más allá de lo espacial:

Uno de los grandes problemas que tenemos las revolucionarias y libertarias en la actualidad ha sido encontrarnos con una hegemonía establecida, casi que legitimada y con mucha fuerza en el ámbito superestructural, es decir, en la concepción ideológica del mundo, contrario a un capitalismo todavía embrionario como el que era el del siglo XIX y la primera mitad del anterior que se caracterizaba por ser endeble. Así, es bastante común que cuando queremos referirnos al territorio nos encontramos de lleno con una dimensión física que está íntimamente ligada con el Estado (excluyendo, por supuesto, las definiciones biológicas y las meramente geográficas), donde este asume su soberanía aplicándola a lo largo y ancho del mismo (lo que se suele llamar “territorialidad”). De esa forma, instituciones como las iglesias, los movimientos políticos de comienzos de la modernidad o las organizaciones multilaterales pueden prescindir de la definición del territorio en cuanto a particularidad, pues la exceden, pero es precisamente el nacimiento del Estado-Nación moderno el que nos ubica al territorio en su subjetividad (es decir, un territorio determinado y no cualquiera), que lo diferencia de los demás (sobre todo bajo la configuración de las fronteras) y lo reafirma bajo una identidad (la nación, la patria o ambos, dependiendo del origen del mismo).

Enfrentarnos a este concepto anteponiendo otro es una obligación para entender las ideas plasmadas aquí. Para ello debemos superar unas visiones de antaño y anticuadas que tampoco nos permiten definir el territorio de ahora, diferente al de hace décadas (más relacionado con el concepto geopolítico de “región”). Así, el conjunto de relaciones que se han establecido en las sociedad actuales, por lo demás basadas en su mayoría por el auge del neoliberalismo, la hegemonía de los Estados sociales de derecho, y en síntesis, de la economía de mercado, han sido transformadas, mostrándose ello traducido en la planificación del espacio moderno (urbano y rural), donde la segregación socio-económica, la descentralización y el establecimiento periferial de un nuevo sistema son el conjunto dominador de los actuales territorios.

No en vano muchos de los movimientos de izquierda revolucionaria en Latinoamerica de avanzada (o sea, los que mayores resultados obtuvieron) del periodo de la guerra fría pusieron su ojo sobre el paradigma de los territorios, sin olvidar por supuesto a los sectores sociales clásicos (como los trabajadores o el campesinado). No falta ir mucho más allá de nuestro país para ilustrarlo, por ejemplo, con el movimiento popular pro-vivienda que se extendió en los años 80 y 90 fundando diferentes barrios en varias ciudades, o la arremetida político-social del movimiento campesino e indígena en para el mismo periodo, que pusieron un fuerte énfasis sobre la cuestión del territorio rural. De otro lado nos encontramos con un sin fin de ejemplos y situaciones coyunturales similares, sobre todo en el cono sur (donde predominó el marxismo heterodoxo sobre la linea soviética), tales como el campamento Nueva Habana (Chile), Cerro-La Teja o la Comunidad del Sur (Uruguay) o la autogestión comunitaria durante el Cordobazo (Argentina); en estos casos, la perspectiva fresca, joven y no dogmática del poblador como sujeto político (que entre otras cosas le daba un papel más justo en la lucha popular a la mujer, las estudiantes, las desempleados, las niñas y ancianas en contraste con el culto ultra-obrerista del estalinismo e incluso del anarquismo más tradicional) permitió que en dichas experiencias se radicalizaran, afianzaran o salieran a la luz experiencias marxistas heterodoxas, anarquistas e incluso vislumbros de liberación nacional de carácter socialista y no alineados con la URSS. Evidentemente no debemos olvidar que esta perspectiva ha sido también una constante dentro del movimiento libertario, incluso en el anarcosindicalismo, pues las ligas de inquilinos en los años 10 y 20 del siglo anterior fueron una preocupación especial para militantes antiautoritarios en países como Brasil, Perú, Argentina y Colombia.

La caída progresiva del telón de acero y la irrupción del neoliberalismo fuerte, a través de la doctrina del Shock y el plan cóndor, permitió que dicha idea ocupará un nuevo rol en una nueva lucha (o vieja, pero con otra cara). Ahora mismo los movimientos por vivienda digna parecen florecer en muchos países de Latinoamerica, las asambleas comunitarias se esparcen sobre todo en espacios rurales, los ejes ambientales, educativos y de género ganan fuerza cuando tienen los pies en territorios determinados. Sin cabida a duda los territorios quedan equiparados con los anteriores lugares de acción política concreta, llámense fábricas, centros de estudio o latifundios extendidos.

Claro, si partimos de esta premisa casi que aseguramos a priori que las fábricas, los centros de estudio y los latifundios no son territorios comunitarios, y aunque efectivamente dichos espacios tienen cosas similares con los barrios o veredas, existe una serie de diferencias. Podríamos pensar en los latifundios y fábricas como los lugares donde están los medios de producción por definición, es decir, donde las relaciones económicas (capital-trabajo) son el común denominador, enmarcadas dentro de la alienación del trabajador para con el prodcuto y el consumidor. En ese sentido, y aunque otro tipo de relaciones florecen también en grandes centros industriales y de cultivo, para entender un territorio comunitario no basta con ver las relaciones económicas de capital-trabajo que estén presentes allí, pues por ejemplo, la tienda de barrio que existe en dichos lugares genera un tipo de relación comercial no necesariamente de alienación respecto al diálogo oferta-demanda (contrario a las empresas); dicho de otra forma: si se compra un par de zapatos estos pueden ser fabricados igualmente en China, India, Colombia o en un carguero en el mar, no importando la relación que tiene el comprador con el productor, mientras que si se compran cerca a la casa de residencia no es lo mismo en que sitio se compré, pues se puede generar otro tipo de relaciones con el vendedor si este trabaja o vive en el mismo barrio, relaciones de carácter más personal. Ello no quiere decir que exista en los barrios la artesanía en si misma (aunque sobrevive en muchas de las periferias rurales y urbanas, incluso con fuerza), sino que es diferente comprar de forma despersonalizada a hacer el intercambio con una persona conocida, siendo diferente comprar los zapatos en un centro comercial o en un punto de fábrica a hacerlo en la tienda del barrio.

Por otro lado, en muchos centros de estudio se presenta algo similar pero con la diferencia que la relación es básicamente académica, aunque en países latinoamericanos las escuelas secundarias y primarias están enmarcadas generalmente dentro de un contexto territorial concreto, hacen parte de un complejo que no es únicamente académico: un barrio o una vereda, sobre todo. De otra forma, muchas universidades que por concepción están ubicadas en lugares centrales y alejadas de los barrios de mayor confluencia popular pasan por ser espacios con población flotante, donde el tipo de relaciones que se dan no son necesariamente de trabajo pero tampoco poblacionales (es decir, de compartir lugar de vivienda). Si examinamos los anteriores dos casos pareciera existir una relación evidente: los lugares de trabajo y estudio, aunque pueden desarrollar relaciones sociales e interpersonales, no pueden definir aun otro tipo de relaciones que si nos da el territorio. Es más, si nos extendemos más allá, nos encontramos que algunos de los lugares de residencia y de confluencia (como los centros comerciales) ni siquiera nos dan algún tipo de relación personal; es lo que se denomina ‘no-lugares’: sitios con falta de trascendencia, donde las personas transitan de forma circunstancial, como por ejemplo en los conjuntos cerrados, donde viven múltiples personas pero a penas se saludan.

Entonces, ¿Qué relaciones existen en el territorio? Se debe empezar por mirar dos extremos que nos son inconvenientes: la negación del espacio físico y la negación de las relaciones interpersonales. En el primer caso existe una sobre-valoración de los habitantes del territorio, que son quienes le definen por excelencia, y del otro lado, una visión particularmente biologicista o geograficista nos llevan al error de entender el territorio solo en su dimensión física. El territorio es un conjunto de relaciones que exceden lo que se limita a las relaciones humanas: es también un entendimiento con el entorno, que construye a las sociedades de maneras particulares, diferenciando al territorio de una comunidad o de un hábitat. Así, incluso los pisos térmicos o las condiciones climáticas pueden hacer diferente un territorio de otro, no solo en su composición física sino en sus características sociales; del mismo modo, una comunidad humana sobre un territorio le da características propias: puede cambiar su composición (por ejemplo, a través de la urbanización) y acomodarlo a las necesidades sociales o del mercado por medio de la técnica y la tecnología.

Un territorio es un espacio físico donde se propician un conjunto de relaciones económicas, culturales, políticas, sociales y geográficas, todas a la vez, de forma dialéctica. La falta de alguna de ellas nos lleva a ver un territorio incompleto, más cercano a un ‘no-lugar’ que es funcional solo o en gran parte a uno de estos parámetros. Por ejemplo, las universidades donde no hay tejido social terminan siendo meros territorios académicos o las empresas donde la interlocución social es mínima no pasan más que por zonas productivas. Esta tesis se desarrollará más adelante y pondrá sobre la mesa la contradicción entre un lugar funcional y territorio comunitario, que no es otra cosa que la contradicción entre capitalismo y comunitarismo.

El territorio es una configuración espacial del poder:

Se señalaba anteriormente que el concepto de territorio está íntimamente relacionado con el de Estado, aunque un falso consenso impuesto en los círculos académicos, intelectuales y de administración pública lo ha limitado allí. Sin embargo, en la otra dirección, el Estado si es un concepto ligado con fuerza al de territorio. Ha sido un error común, sobre todo desde el anarquismo y ciertas posturas de nueva izquierda, pensar al Estado en sus componentes generales y con ello definirlos con recetas fáciles, particularmente a los Estados modernos. Es decir, ver esta macro-institución como un mero aparato de dominación de clase (por tanto, ideológico) o de administración nacional (social y económica) es simplificarlo. Y aunque estas definiciones son acertadas, aun se quedan insuficientes: es preciso agregar la dimensión espacial al concepto estatal para poder darle la complejidad que expresa en realidad. Ello no implica que los diferentes niveles de poderes y decisiones estén desarticulados o alejados, pues es precisamente la configuración político-territorial del capitalismo que parte de lo micro hacia lo macro la que configura un poder jerárquico, que dentro de los Estados actuales no es nada más que el orden de mando: el presidente manda al gobernador, y este a su vez al alcalde, en analogía a la secuencia política nacional, departamental y municipal.

Recordemos también que la gran economía mundial es una economía territorial, pues el flujo de reservas y la transposición de deudas y complejos industriales se realiza entre países, siendo afectado el comercio global por la distribución de estos factores en el sistema-mundo, sobre todo cuando el capitalismo central empieza a verse agotado en la acumulación originaria, buscando reubicar el mapa productivo mundial[1]. Obviamente la lucha política de diferentes ordenes tiene una manifestación territorial y espacial: desde la defensa de un páramo hasta las disputas porque un parlamento tenga representación ponderada o igualitaria por cantidad de habitantes de un país, son coyunturas históricas que moldean un Estado, un territorio o una sociedad en base al papel que juega lo espacial y lo político.

En definitiva, el Estado no es otra cosa que la administración espacial del poder, un gestor y administrador que a través de la burocracia y la jerarquía en manos de una clase dominante organiza estratégicamente la miseria, los derechos, las desigualdades y las oportunidades.

Sin embargo, si nos pensamos un tipo de relaciones que no necesariamente vayan por este lado, sino que por el contrario sean contra-hegemónicas (una suerte de ética libertaria, que toca entre otras cosas aspectos económicos, políticos y sociales), estaríamos pensando indudablemente otros nuevos territorios. Retomando la concepción actual del poder desde Holloway o Focault, como una relación ínter-personal y tras-personal que se manifiesta en las formas cotidianas, este abanico de posibles territorios cambian en función del poder que se manifieste ahí. Si correlacionamos el aspecto físico/geográfico y el social, político y económico, nos encontramos que el territorio es una configuración espacial del poder, una configuración que es una construcción histórica, que evoluciona dialécticamente por mecanismos transitorios o revolucionarios, pacíficos o violentos, dependiendo del curso de los hechos y las fuerzas en disputa. Esta configuración permite la aparición de identidades, culturas y formas de resistencia que comparten grandes rasgos a mayor cohesión territorial, y que enfrentándose a diferentes expresiones de dominación ha permitido el florecimiento de procesos de liberación nacional, antiimperialistas, autonomistas e incluso de procesos revolucionarios criollos, muchos de ellos con fuertes raíces libertarias.

Así, la lucha territorial que se gesta desde los sectores autónomos y anti-capitalistas debe ser por un nuevo territorio, y aunque tanta palabrería pareciera hasta ahora algo elevada, es aquí donde adquiere particular sentido una apuesta revolucionaria; En otras palabras: lo que diferencia a quienes apuestan por una verdadera transformación de los programas reformistas, social-demócratas y con nula intención de cambio es la concepción del territorio, donde estos últimos pretenden cambiar la forma de administrarlo y no su configuración hasta ahora vigente. Nos encontramos con gobiernos de diferentes ordenes (nacionales, locales, regionales) que muchas veces se centran en las reformas de gestión (sobre todo constitucionales o de decretos) sin alterar la relación particular del territorio y sus habitantes con los paradigmas estructurales y macro-estructurales, es decir, económicos e ideológicos respectivamente.

No hay mejor ejemplo que los gobiernos progresistas de América Latina, que han centrado todo su programa en fortalecer el gasto social, el sector público y aumentar la política subsidiaria, mientras en los territorios se reproducen las más viles manifestaciones capitalistas, llámese de centros-periferias, estatalización de las decisiones y manutención de una fuerte burocracia partidista, muchas veces amalgama civil y militar. Así, la lucha por una alternativa territorial es una lucha revolucionaria cuando se pretende cambiar la configuración del espacio y no solamente su administración.

Para ello se hace necesario re-pensarnos otro tipo de configuraciones políticas y espaciales que exceden el limitado papel que ha cumplido el Estado moderno, que efectivamente ha sabido desposeer sistemáticamente a las productoras de la riqueza social y marginar a los sectores que son tangenciales dentro de la gran maquinaria capital.

La soberanía y la autonomía:

Esta forma de realizar acción territorial alternativa, que hasta ahora hemos caracterizado como contra-hegemónica, debe tener un cuerpo teórico mucho más robusto, con una mirada estratégica determinada y precisa. A lo largo de los años, y producto del curso mismo de la historia que nos ha correspondido a diversos grupos militantes, la autonomía se nos ha mostrado como un paradigma que puede recoger a grandes rasgos las apuestas populares que incluyen, y por supuesto exceden, al anarquismo.

Esto no solo por lo que nos ha enseñado las zapatistas, el pueblo kurdo en Siria y Turquía, la lucha Mapuche en Chile o los procesos de autogestión obrera en países como Grecia y Argentina, sino de la misma historia del pueblo colombiano que ha tejido varias formas de resistencia desde la autonomía, pasando por el movimiento encabezado por Quintín Lame a comienzo de siglo anterior en la cordillera occidental y central (y por supuesto, con el el Movimiento Armado Quintín Lame de la década de los 80, así como el actual Consejo Regional Indígena del Cauca), hasta las más recientes iniciativas en pro de las Zonas de Reserva Campesina; tampoco sobra olvidar los diversos experimentos comunitarios creados en los años 80 y 90 en ciudades como Bogotá y Medellín, que aunque limitados por el vanguardismo leninista, lograron ciertos grados de asamblearismo admirables. Estas historias de lucha por la autonomía generalmente van acompañadas de los conceptos de autogestión, autodefensa[2] y autodeterminación, y a pesar de las contradicciones y errores, han logrado ubicar a los pueblos en nuevas dimensiones de ofensiva por sobre la mera puja electoral o los momentos históricos de retroceso, de disputa del poder de la territorialidad y no del territorio.

Pero esta autonomía se ha de proponer como un concepto, si bien no necesariamente antagónico, si alejado de la acción estatal, diferenciándolo de la autonomía que se enuncia desde arriba (por ejemplo la llamada autonomía regional). Y ello básicamente responde al desarrollo mismo del Estado moderno: Desde Maquiavelo, y con mayor énfasis en la obra leviatanistica de Hobbes, el Estado ha sido caracterizado como un gigantesco cuerpo institucional (no solamente en el concepto de administración pública, sino también en su forma social y psicológica) desde donde un poder soberano ejerce y monopoliza el poder. Este poder soberano es preciso entenderlo, naturalmente, dentro del concepto de soberanía, que ya podemos decir, es antónimo al de autonomía.

Y como en la portada del Leviatán de Hobbes, el poder soberano es un poder que se ejerce a través de una espada (el monopolio de la fuerza) y una báculo (el ritualismo propio de la burocracia, anteriormente -y aun en diversos lugares- ligada al poder divino). Como síntesis de ambas manos, la soberanía se decanta en la fuerza legal, subordinada a la obediencia civil como eje fundamental sobre el que se erige cualquier Estado moderno. La soberanía[3] solo puede aplicarse mediante una fuerza inter-territorial (es decir, un “país” limitado por sus fronteras) que le defiende de amenazas exteriores y tiene toda la capacidad de mantener el estatus-quo hacia adentro con la fuerza militar, policial y judicial, y en ese mismo aspecto, da la oportunidad al pueblo de “elegir” a sus gobernantes dentro de las reglas impuestas por un poder indiscutible, de nuevo, soberano. Así, el soberano existe y se explica siempre para y por si mismo, como una totalidad indiscutible y universal, en el sentido modernista de la palabra[4].

Así, por ejemplo, mientras la soberanía de un Estado le permite poseer un ejército que apunta hacia afuera y adentro (a veces más adentro que afuera, como en el conflicto colombiano), con el fin de someter las expresiones contrarias a las de clase dominante por medio de las armas y las leyes, desde la autonomía se ha planteado una diferenciación entre poder civil y poder militar (representado en muchos lugares bajo la forma de autodefensa), donde este último está limitado por el primero, que se construye a partir de una matriz deliberativa, participativa y medida éticamente, tal como se ha evidenciado en la rica historia del anarquismo (con un especial énfasis en la liberación de Manchuria, Baja California, la revolución Ucraniana, la Española y la resistencia libertaria Búlgara y Uruguaya) y diferentes experiencias de diversa matrices (como el EZLN, el PKK o las YPG/YPJ, incluso, como los Comando Armados del Pueblo en Medellín y el ya mencionado Movimiento Armado Quintín Lame en Cauca, con sus respectivas distancias).

Otra forma de ilustrar esto es respecto a la política internacional: mientras la soberanía permite que un Estado defienda su posición más allá de su situación particular (como el reclamo de la dictadura militar Argentina frente a las Malvinas en los 80), la autonomía se extiende hacia la autodeterminación. De esa forma, para la autonomía no importa la decisión de un gobierno o Estado respecto a sus asuntos, sino que a la larga es el derecho libre del pueblo a asumir su rumbo histórico lo que le da fuerza a la autodeterminación. Esto es conflictivo sobre todo cuando se plantea el debate frente a apuestas de izquierda parlamentaria, que generalmente buscan ejercer la soberanía a partir de la fuerza burocrática y no desde la legitimidad del pueblo, conflicto evidenciado en la fracasada política chavista de convertir el aparato estatal oleo-dependiente de Venezuela en un Estado comunal, pues la mayor parte de esfuerzos se dedicaron a las reformas constitucionales y legales y no a la acumulación efectiva en la base social, lo que terminó por llevar a la consolidación de una burocracia boli-burguesa sin interés alguno sobre la distribución justa de la riqueza y el poder.

Ahora bien, y en consonancia con el tema del artículo, la autonomía al igual que la soberanía se aplican a territorios concretos. Pero para poder ejercer una real autonomía en un espacio físico debemos apuntar a las tácticas y estrategias que nos permitan dar la disputa dentro del territorio y no por encima o afuera de él.

El territorio como campo de disputa por excelencia: democracia directa, poder popular y esferas públicas no estatales

Quién haya tenido la oportunidad de revisar la literatura política de Murray Bookchin se habrá dado cuenta que este texto camina casi que paralelo a sus propuestas, aunque con particularidades respectivas, sobre todo en lo que tiene que ver frente al Municipalismo Libertario. Y partiendo de ese hecho podemos ver que hasta cierto punto Bookchin desarrolla una critica certera al obrerismo de antaño, no solo soviético sino también anarcosindicalista, que sin embargo, no deja de entender al trabajador como sujeto político y revolucionario de vital importancia (y por sobre todo estratégico) a la hora de plantear la forma de lograr la victoria definitiva.

El municipalismo libertario parte básicamente de esa premisa: el poder político estatal se ha desplazado desde las concentraciones de riqueza productiva (en forma de tierra, centros industriales y demás) hacia formas cada vez descentralizadas, que se bajan hacia lo particular y municipal: lo que antes eran grandes extensiones de tierra ahora son un conglomerado de varios pueblos, y lo que antes eran centros urbanos industriales en forma de archipiélagos con un centro ahora son las grandes metrópolis[5]. Por supuesto que esta descentralización no es completa, pues el sistema capitalista debe mantener cierto grado de unidad impuesta de manera centrípeta.

A partir de este paradigma económico el poder estatal se ha vuelto complejo y se extiende sobre la base piramidal, llegando a lugares donde anteriormente no había podido sacar el mayor provecho de materias primas, por medio de la tercerización y la acumulación agresiva minero-energética. Partiendo de ese hecho, la acción territorial (que a su vez incluye o por lo menos acerca la acción sindical, educativa, ambiental, de género, etc) permite afrontar al enemigo de cerca, en un campo de batalla para el cual no tiene ventaja si se le responde de manera organizada: la lucha de clases.

Frente al proceso hegemónico de construcción capitalista y neoliberal moderna (que tanto ha teorizado David Harvey), que moldea el territorio en base a intereses morales y económicos propios, debemos anteponer una configuración espacial y política con una clara propuesta clasista, es decir, en favor de las históricamente oprimidas. Aquí, la autonomía la podemos decantar a través de estrategias que nos permitan materializarla de a poco. Varios conceptos, entre ellos el de democracia directa y poder popular, pueden sernos de gran utilidad, pero para no extender demasiado este texto es preciso ubicarlos en su composición pragmática territorial:

La democracia directa ha sido objeto de múltiples debates dentro del anarquismo, pero como experiencia organizada de diferentes etapas históricas promocionada por pueblos alrededor del mundo ha mostrado resultados hasta ahora excepcionales. Para poder explicar este tipo de democracia es preciso tener en mente principios como el asamblearismo, la acción delegativa y la deliberación. Contrario al sistema actual de democracia representativa donde el poder es ejercido directamente por un pequeño grupo de representantes que pueden actuar con total independencia de la iniciativa popular, la democracia directa le da al pueblo un papel de decisión, que se coordina en diferentes instancias a través de delegados con mandato limitado a la voz del espacio de donde provienen (por supuesto, territorial). Además, toda decisión parte de la deliberación y no del simple ejercicio de fuerza cuantitativa expresada a través del voto o la imposición (como en la mayor parte de debates parlamentarios o algunas asambleas sociales, donde importa más el tamaño de la bancada que los argumentos). De esa manera, los caracoles zapatistas han hecho viable una democracia que, aunque con sus limitaciones, ha permitido que todos los habitantes de un territorio puedan tomar las decisiones que les concierne, incluyendo por supuesto a niños, ancianos y mujeres, sujetos históricamente olvidados. La democracia directa es la relación menos alejada y más cercana entre el sujeto social y la decisión social.

Aunque la democracia directa nos plantea la forma metodológica de la toma de decisiones, falta aun un componente estratégico que permita empalmarla con el objetivo de construcción de autonomía efectiva. El poder popular (que ha sido más discutido dentro del anarquismo con muchas más llagas) puede ser ubicado aquí. Y ya se apuntaba anteriormente que experiencias del cono sur parece que nos hablaran para definir una acción territorial en base a la autonomía, o por lo menos, a la autodeterminación, donde curiosamente muchas de estas iniciativas se han enmarcado dentro de la estrategia de poder popular.

El poder popular no es nada más que una apuesta estratégica que permite recuperar la incidencia política del pueblo sobre sus decisiones, empujada por una profunda conciencia revolucionaria. La creación de un poder popular pasa por la transferencia de los asuntos sociales y económicos manejados históricamente por el Estado y el mercado hacia consejos comunitarios organizados, que tengan la capacidad de administrar (autogestionar) estas responsabilidades. Y aunque el objetivo de este texto no es definir ni la democracia directa ni el poder popular, y mucho menos continuar el debate que se ha dado alrededor de esos conceptos, si se hace preciso darle cabida práctica a los mismos:

El ejercicio de democracia directa y poder popular solo se puede materializar en un espacio determinado: las esferas públicas no estatales (EPNE). Podemos pensar en esta figura como aquel lugar donde es posible desarrollar la autonomía a pequeña escala, y que interrelaciona sujetos sociales en un territorio determinado. Así pues, las EPNE pueden ser las asambleas donde los vecinos toman decisiones, los consejos donde los campesinos resuelven temas respecto a la lucha por la tierra o una reunión donde los estudiantes definen líneas políticas, pero también puede ser un simple encuentro en una calle con otras personas, un evento cultural y artístico en un barrio o una discusión entre vecinos sobre cualquier temática, siempre y cuando el Estado no tenga la capacidad de ejercer su poder (soberanía) ahí y prime el poder civil, expresado desde y a través de lo compartido y colectivo, es decir, de lo público. Así, la tarea táctica de las libertarias es poder crear EPNE en los lugares donde nos sea posible, que actúen de forma constante, sin vacíos temporales y, obviamente, con la mayor amplitud necesaria, en concordancia con la democracia directa (es decir, espacios abiertos a los sujetos populares del territorio, sin vetos artificiales propios de sistemas patriarcales, racistas, xenófobos o nacionalistas).

A diferencia de las Zonas Autónomas Temporales expuestas por Hakim Bey, los EPNE son instituciones no coercitivas que permiten garantizar cierta continuidad espacial e histórica, que se materializan a través de diversas formas: comités, asambleas, congresos, seminarios, encuentros, reuniones periódicas, etc, teniendo en mente la ya citada apuesta democrática y que además tengan capacidad de decisión, así sea mínima y aun en presencia del Estado, sobre un territorio y algunos de sus aspectos, es decir, que posean “vocación real de transformación”, en contraste con las iniciativas meramente experimentales. Esta vocación va de la mano de la recuperación y ejercicio de derechos negados sistemáticamente a las oprimidas por los sistemas de centro-periferia, intentando crear (aunque sea de manera somera) espacios para la salud, la recreación, el deporte, la educación y el ocio, que generalmente están alejados del grueso de la población oprimida, que resaltan no solamente distancias físicas o de tiempos de desplazamiento cada vez mayores sino también brechas simbólicas e intelectuales que alejan la seguridad, el bienestar y el placer de los territorios periféricos, mientras se mantienen cerca de los centros habitados por las clases altas.

Finalmente, y al mejor estilo de Bookchin, estos territorios se irán uniendo a través de nuevas EPNE, por ejemplo, de federaciones, comunas o redes, donde se replicará la acción política por la autonomía para finalmente estar en disputa directa con el Estado en condiciones similares: el poder soberano versus el contra-poder autónomo.

Podemos imaginarnos el Confederalismo Democrático, apuesta política esbozada por el PKK para la lucha kurda, como un hijo del municipalismo libertario, que a través de un arduo trabajo militante de años logró crear EPNE en diferentes cantones y pueblos sirios, iraquíes y turcos, que creció exponencialmente hasta encontrarse con un poder soberano que está en contraposición suya (el Estado Islámico, el Sirio o el Turco, en este caso), donde la confrontación se da en principio sobre el propósito de la autonomía (una defensa de “nuestro” derecho a decidir contra un sometimiento al otro) y se ha extendido al ejercicio militar de la autodefensa, legitimada y limitada por el poder civil (popular), expresado a través de las ligas y asambleas de barrios, municipios, cantones y regiones, que guardan independencia de las armas (en contraposición a la arenga clásica maoísta que señala que el poder nace del fusil)[6].

Para ello, muchas veces es táctico (aunque no deseable) que el Estado respete las EPNE, con el fin de que no pueda aniquilarlas tan fácil antes de que acumulen suficiente fuerza. Esto ya nos lo adelantaba Bookchin al pensarse la legalización (pero no intervención) de muchas de las asambleas populares, y que hoy nos trae a colación la pronta solución jurídica al establecimiento de Zonas de Reserva Campesina en diferentes regiones del país, incluso a cierto blindaje humanitario contra las famosas incursiones militares en estos territorios. Y por supuesto, en el plano micro-político, un espacio tradicionalmente estatal puede convertirse en una EPNE, como lo puede ser una Junta de Acción Comunal donde las figuras legales burocráticas se van desvaneciendo con la fuerza de una apuesta democrática amplia y de multitudes.

Territorializar las luchas es hacerlas anticapitalistas; luchar desde las comunidades es luchar contra el Estado:


Se decía que el capitalismo moderno neoliberal parece una maquina aniquiladora de culturas (expandiéndose cada vez más por medio de la globalización), que impone una visión de mundo particular, única, estandarizada y universal. Los ya mencionados ‘no-lugares’ son pruebas de ello: un conjunto residencial cerrado de condición socio-económica similar en Medellín, Bogotá o a las afueras de Pasto no se diferencia mucho más allá de los acentos, así como un McDonalds en Buenos Aires, Nueva York, Moscú o Pekín no se diferencia más que en el idioma y la moneda de intercambio con sus precios. No podríamos pensar en ciudades más “occidentales” como Londres, París o Chicago… o Seúl, Tokio o Shangai. En resumen, podríamos pensar que el mercado capitalista mundial no es más que una espacialidad global, una forma de administrar el poder a nivel macro.

Pensarse los territorios como lugares donde pasan cosas, donde hay construcciones históricas particulares, donde existe un tejido cultural, social y ambiental propio, y que como ya hemos visto se relaciona con su entorno físico, es pensarlo en términos anticapitalistas. Claramente esto no quiere decir que proyectos de supremacismo nacional que se han opuesto al sometimiento del mercado global sean en si mismos anticapitalistas, sin embargo, pensarse estar dentro del sistema económica mundial y mantener ciertas identidades particulares es una contradicción insustentable en el largo plazo, que finalmente nos lleva a tomar una posición anticapitalista como una posición alter-mundista.

De esa forma, si nuestra lucha tiene bases fuertes en territorios concretos con todas y sus complejidades se hace resistencia efectiva contra el capitalismo, rescatando identidades que hasta ahora estaban a la defensiva, que pasaban más como un artilugio viejo y empolvado. La creación o fortalecimiento del tejido social es una tarea necesaria que precede cualquier intento de levantar un EPNE, pues las distancias artificiales impuestas entre compañeros de trabajo o vecinos hace imposible establecer un diálogo horizontal en miras a construir pueblo organizado.

En esa misma linea, la lucha contra el aparato estatal (que evidentemente no se encuentra limitado a un edificio, un cuerpo policial/militar o una práctica institucional) solo es posible darla en todas sus dimensiones y en su característica espacial: sobre el territorio donde ejerce soberanía. Así, establecer un programa de acción libertaria en las comunidades con el fin de poder practicar grados de autonomía cada vez mayores pasa por restarle ese poder soberano al Estado, y por tanto, hacerle perder credibilidad, legitimidad y fuerza, lo que al largo plazo es lo que permite obtener ciertas garantías, pues un territorio que es mera trinchera de repliegue o bolsa de donde se sacan militantes es fácilmente desarticulable cuando la gente no se involucra en las disputas que se dan, cuando no las siente propias.

Debemos recuperar el vector social en su dimensión territorial, y en lo concreto, asumir el trabajo barrial y comunitario como una necesidad imperiosa, obviamente sorteando muchas de las dificultades que se nos presentan en una etapa aun joven (donde en muchas ocasiones debemos concentrar las fuerzas y no dispersarlas, haciendo que muchas activistas no vivan precisamente en los territorios desde donde construimos). En el corto plazo, la edificación de actividades que permitan la construcción de tejido social (como aquellas de índole cultural, familiar y artístico, acompañadas de iniciativas educativas y ambientales) con miras a crear poder popular a través de la democracia directa es un camino que nos da ciertas certezas para acumular en términos de autonomía, coordinando ello multisectorialmente con otros actores (estudiantiles, sindicales, agrarios, indígenas, feministas, ecologistas y demás) para poder así encontrar un proceso de transformación radical, de revolución social, donde desde los territorios se geste un otro mundo nuevo.

Steven Crux
Diciembre 2015


[1] Esta es una tesis que es abordada a mayor profundidad por el profesor Darío Restrepo:

Restrepo, Darío I., (2013), “Espacio y Poder”, Documento de trabajo No. 1, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia, p. 25. Link: http://direstrepo.com/?p=3160

[2] No sobra decir que esta autodefensa es la que está ligada al concepto ya expuesto de autonomía, diametralmente diferente al proyecto paramilitar y antisubversivo creado en los años 90 en el Urabá Antioqueño, que se ha identificado falazmente como Autodefensas.

[3] Aunque existe una diferencia sutil entre el concepto de soberanía popular y nacional, para los fines prácticos de este escrito basta con saber que terminan por confluir en un mismo punto.

[4] Es decir, que la concepción de soberanía puede ayudar a legislar a lugares donde no hay presencia estatal, pues su definición se aplica en términos globales y no particulares. Esta es una de las razones porque el Estado debe poseer el monopolio de la fuerza para poder mantenerse de forma legal sobre todo un territorio.

[5] A excepción de contados casos, casi que exclusivamente Medellín, Colombia aun no ha logrado consolidar grandes metrópolis al mejor estilo brasileño (de zonas industriales y francas descentralizadas, y suburbios plenamente establecidos), en muchos casos por la resistencia popular, por ejemplo, contra el plan ciudad-región de la Sabana de Bogotá, que no ha sido aceptado por completo por las comunidades que allí habitan y su aplicación ha sido más bien lenta.

[6] Ha sido una constante histórica dentro de muchos movimientos marxistas-leninistas, especialmente foquistas y maoístas, poner la autonomía popular en función de la confrontación armada, lo que ha llevado a una militarización fuerte de los procesos sociales y niega las oportunidades políticas que ha tenido el pueblo sobre su propio destino.

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