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Reflexiones sobre veinte años de anarco-comunismo en Chile

category bolivia / peru / ecuador / chile | historia del anarquismo | opinión / análisis author Friday January 24, 2020 05:55author by José Antonio Gutiérrez D. Report this post to the editors

El 29 de Noviembre de 1999 nacía en el local de la Federación de Trabajadores de la Construcción, Madera y Áridos (FETRACOMA), en la esquina de Almirante Latorre con Claudio Gay, Santiago de Chile, el Congreso de Unificación Anarco-Comunista (CUAC). Este era un intento desde el mundo libertario por dotar al mundo popular en Chile de una organización decididamente anarco-comunista para emprender transformaciones de fondo y de alcance revolucionario en el país. Veinte años después, en el local del Centro Social y Librería Proyección, en la calle San Francisco, algunos de los protagonistas de ese esfuerzo, junto con compañeros que de alguna manera son continuadores de esa tradición, nos reunimos a discutir y evaluar los aciertos y desaciertos, los alcances y falencias de esa experiencia.
Primero de Mayo (2001) marcha por la Alameda, Santiago de Chile
Primero de Mayo (2001) marcha por la Alameda, Santiago de Chile


Reflexiones sobre veinte años de anarco-comunismo en Chile

El 29 de Noviembre de 1999 nacía en el local de la Federación de Trabajadores de la Construcción, Madera y Áridos (FETRACOMA), en la esquina de Almirante Latorre con Claudio Gay, Santiago de Chile, el Congreso de Unificación Anarco-Comunista (CUAC). Este era un intento desde el mundo libertario por dotar al mundo popular en Chile de una organización decididamente anarco-comunista para emprender transformaciones de fondo y de alcance revolucionario en el país. Nacía la organización como fruto de la perseverancia de jóvenes de diversas experiencias libertarias en la década de la llamada “transición” quienes decidieron la necesidad de superar la lógica hasta entonces dominante de los colectivos anarquistas. La visión que sostenía esta organización era ambiciosa: se buscaba organizar al anarquismo a nivel nacional, bajo una estructura coherente y sólida, con fuertes vínculos con los anarquismos en otras partes del mundo, y con sólidas raíces en la tradición revolucionaria anarquista.

Veinte años después, en el local del Centro Social y Librería Proyección, en la calle San Francisco, algunos de los protagonistas de ese esfuerzo, junto con compañeros que de alguna manera son continuadores de esa tradición, nos reunimos a discutir y evaluar los aciertos y desaciertos, los alcances y falencias de esa experiencia. La idea no era pensar esos veinte años en clave de pasado, sino pensar en clave de presente y futuro. Qué, de esa tradición, es relevante en el Chile que se sacudió con el llamado “estallido” de Octubre del 2019, y en el Chile que se busca construir en el nuevo escenario abierto con esta movilización permanente que, de alguna manera, cierra el ciclo en el cual nació el CUAC, abriendo nuevos horizontes a las perspectivas libertarias. Cuáles son las lecciones que podemos aprender tanto de los errores cometidos, así como de los avances experimentados.

Debo confesar que la nutrida asistencia, lo honesto del debate, así como la mera alegría de ver a antiguos compañeros y compañeras después de tantos años, hicieron que la ocasión fuera inolvidable. A continuación, escribiré algunas de las reflexiones que esbocé en este conversatorio del cual todos sacamos algo para reflexionar en nuestra práctica cotidiana. Estas reflexiones son hechas explicando la trayectoria de lo que fue el CUAC, lo que estábamos pensando en ese momento, y luego paso a discutir algunos elementos críticos que pueden servir para revitalizar el pensamiento y la práctica libertarios.

El Contexto

Lo primero que debemos tener en mente, para entender lo que se hizo con el CUAC, es el contexto social en el que vivíamos en el Chile de los 1990. Este era un Chile donde la izquierda venía de una doble derrota: primero la derrota de 1973, marcada por el golpe de Pinochet y el comienzo de largos 17 años de dictadura, y luego, la derrota de 1988, año en el que se pacta la salida del dictador, la transición democrática vigilada, manteniendo el modelo económico neoliberal intacto y la constitución de 1980. Mientras que la primera derrota fue una derrota pletórica de heroísmo, cuya máxima expresión fue el sacrifico de Allende en la Moneda, la segunda derrota careció de todo heroísmo, y estuvo más bien signada por el oportunismo de una casta de políticos de diversos signos que negociaron un pacto político con la dictadura montados sobre los cadáveres de todos los caídos en las luchas anti-dictatoriales del período 1983-1988.

Estas derrotas, que desmoralizan y dan una estocada mortal a los imaginarios de izquierda, llevaron a una aceptación masiva en el pueblo chileno del sofisma de que no había más alternativa que el modelo económico neoliberal y el encuadre dogmático con el Consenso de Washington, fórmula aplicada rigurosamente tanto por los gobiernos concertacionistas como por los derechistas durante las próximas tres décadas. Si bien en las recientes protestas se dijo en más de una ocasión que lo que ocurría era que se había perdido el miedo, la verdad es que en Chile no había miedo en los años 1990, sino un embrujo con el modelo neoliberal, cuyos valores impregnaron al conjunto de la sociedad. Esa sociedad aspiracional, en la que todos aspiraban a entrar en la sociedad de consumo, vara con la que se medía el éxito de las personas, había acorralado las opciones de izquierda. Quiénes participábamos en grupos de izquierda, éramos muy minoritarios. No es casualidad, que en los 1990, uno de nuestros lemas preferidos, que decíamos desafiantes, pero con una buena dosis de sarcasmo hacia nosotros mismos, era “Somos pocos, pero locos”. Había mucho de verdad en ese lema.

Si ser de izquierda era visto como algo extravagante en el Chile de los 1990, ser anarquista era aún más exótico. Ser anarquista en la práctica, era ser constantemente acosado, denunciado, y burlado por parte de otros sectores de izquierda. En las reuniones universitarias, les parecía descabellado en esos años que las decisiones políticas del movimiento se tomaran en asamblea. En más de alguna ocasión se nos sacó, literalmente, a patadas como disociadores que traíamos ideas impracticables. En el mundo sindical, recuerdo alguna vez a algún dirigente de formación socialista burlarse de un panfleto en el que se decía que los Mártires de Chicago, por cuyo sacrificio se conmemora el día 1° de Mayo, eran anarquistas. “¡Qué cabros más despistados!” nos dijeron. A veces, la ignorancia es atrevida. El contexto generalizado del anarquismo capitalino en esos años, tampoco ayudaba: una mezcla de fuertes dosis de contra-cultura, con una especie de fetiche de la capucha y la lucha callejera, importados sobre todo de la cultura política lautarista, no eran precisamente una buena receta para llegar al común del pueblo.

Hacia la organización anarco-comunista

En este contexto, desde mediados de los 1990, un grupo de anarquistas jóvenes nos comenzamos a encontrar en Santiago de Chile. La mayoría de nosotros éramos llegados de provincia: de Concepción, de Chillán, de Valparaíso. Como tal, no participábamos de la cultura mayoritaria del anarquismo capitalino de esos años. También, traíamos otra cultura del anarquismo, ya que en provincia eran mucho más fuertes las ideas anarco-sindicalistas, con su énfasis en la organización de la clase trabajadora. Nos comenzamos a encontrar mucho a través del movimiento estudiantil, lo cual tuvo, como ventaja, que a través de él adquiríamos experiencia organizativa, experiencia política, experiencia de trabajar con gente que no necesariamente pensaba como uno.

Quizás uno de los eventos catalizadores de lo que ocurriría después, fue el llamado que hicieron unos compañeros de Temuco a formar un “movimiento anarquista nacional” en marzo de 1997, encuentro que se llevó a cabo en el legendario local de Serrano 444, en pleno centro de Santiago. A ese encuentro llegó un gran número de personas sin ninguna relación entre sí, sin dar discusiones previas, sin objetivos claros más que el vago llamado a conformar un movimiento anarquista nacional. ¿Qué se entendía por esto? Eso no había sido ni socializado ni discutido previamente, y cual fuera la idea que los organizadores del encuentro tuvieran en mente, los asistentes tenían ideas contradictorias entre sí. Después de ese encuentro, que no llevó a nada más que una especia de catarsis colectiva libertaria, varios de quienes habíamos asistido, decidimos que, para avanzar hacia una organización anarquista, debíamos primero, comprender que no agruparíamos a todos quienes se reconocían como anarquistas, y segundo, que necesitaríamos de un largo proceso de discusión previo a su fundación.

Para ese fin, los años siguientes, fueron años de mucha educación y discusión política. Tradujimos algunos textos claves que organizaron nuestros debates en torno a lo organizativo, entre ellos el “Manifiesto Comunista Libertario” de Georges Fontenis, y la “Plataforma Organizativa” del grupo de anarquistas rusos y ucranianos en Francia, Dyelo Trouda. Aparte de eso, dimos intensos debates en torno a las ideas de clásicos como Kropotkin, Bakunin, o diversos trabajos del anarquismo ibérico. También comenzamos a redescubrir los periódicos anarquistas chilenos históricas que yacen en los archivos de la Biblioteca Nacional. Las lecturas colectivas fueron claves en nuestro desarrollo intelectual, y muchos de estos debates, los convertíamos en artículos en la revista Hombre y Sociedad, la cual tuvo también mucha importancia en el desarrollo de este proceso organizativo. Estas lecturas, sumado a lo que íbamos aprendiendo en el movimiento estudiantil, y a nuestros crecientes contactos e interacciones con el mundo sindical y lo poblacional, fueron definiendo un pensamiento y una práctica que cristalizaría en el anarco-comunismo al poco tiempo, el cual sobrepasaba con mucho los marcos de la contracultura que habían sido hegemónicos hasta ese momento, al menos en la capital.

Definiendo una práctica y un pensamiento anarco-comunista

Como ya he señalado, la lectura, la discusión política y los trabajos populares que hacíamos en ciernes, que demostraban que el anarquismo era mucho más que barricadas en los días de protestas, sino que se expresaba en un trabajo metódico en el día a día, fueron definiendo lo que llamaríamos como anarco-comunismo. Pero había otro elemento que también gravitó muy fuerte en esta maduración política que vivíamos: la realidad latinoamericana. Si bien Chile era, hasta hace poco, el mal llamado “oasis del neoliberalismo”, lo cierto es que, a las puertas de Chile, el neoliberalismo era cuestionado con sendas movilizaciones populares. En el Ecuador, ya en 1996, las movilizaciones indígenas comenzaron a tumbar a una seguidilla de presidentes neoliberales. En 1994, en el corazón de Chiapas, los zapatistas irrumpían con un mensaje que cuestionaba el Consenso de Washington, el libre comercio, y la condición de patio trasero de América Latina. Más tarde, las protestas se expandirían por Argentina, Bolivia, Perú, sumado a la resistencia contra los proyectos imperiales en la región del ALBA y el Plan Colombia.

Mientras mirábamos la realidad del vecindario, y soñábamos con protestas de masas en Chile -como no veríamos sino hasta Octubre del 2019-, establecimos una fluida relación con organizaciones anarquistas en el resto de América Latina, sobre todo con la Organización Socialista Libertaria en Argentina, pero también con diversos grupos anarquistas en Perú y Bolivia. A través de ellos aprendimos mucho de lo que estaba ocurriendo y de los desafíos para los anarquistas en la construcción de organizaciones populares, principalmente mediante el fluido contacto con los compañeros en la región. También establecimos sólidos contactos con organizaciones en Irlanda, Francia y los EEUU. De todos ellos íbamos aprendiendo, pero, por sobre todo, estos contactos alimentaron nuestro imaginario de ser parte de un movimiento global de resistencia contra la dictadura del mercado.

Así, cuando nació el CUAC en 1999, teníamos muchos elementos con los cuales volver a recrear una tradición anarquista después de varias décadas en que el anarquismo no había tenido mayor trascendencia, siendo en la década del 1950, siendo la formación de la CUT en 1953 y la Huelga General del 7 de Julio de 1955, los últimos grandes hitos en los cuales el anarquismo chileno tendría un peso importante. Pese a estos elementos que articulábamos para definir un movimiento y recrear una tradición, en parte recatando la historia, en parte imaginándola, teníamos una gran falencia. En Chile, a diferencia de países como Francia, España, o Uruguay, no existía una tradición anarquista ininterrumpida durante varias décadas, que se expresara en organizaciones y estructuras organizativas que pudieran servirnos de modelo. En Chile, apenas teníamos algunos veteranos del movimiento anarquista de las décadas anteriores a 1950, entre ellos el mecánico José Ego-Aguirre, el zapatero Hugo Carter, el gráfico Jorge Orellana, o el “Mono” San Martín del gremio de los estucadores. De todos ellos aprendimos, sin lugar a dudas, y mucho. Pero ellos eran individuos que habían sobrevivido a sus organizaciones.

Como tal, nos tocó tratar de ver, mediante la prueba y el error, qué formas organizativas serían las más aptas para poder adelantar nuestro proyecto libertario. Nuestra intención era poder lograr organizaciones político-sociales, que articularan una tendencia libertaria en un sentido amplio, y consolidar una expresión política de los anarquistas que sirviera para nuclear a los anarco-comunistas en función de un proyecto revolucionario integral. Desde luego, este proyecto organizativo no estuvo libre de polémicas, aun al interior del CUAC [1]. Sin embargo, al poco tiempo se fue consolidando una estructura orgánica y una cierta metodología de trabajo.

Primeramente, se definió una política de estructuración de la organización en frentes, un estilo de trabajo que recogía, en cierto sentido, la tradición mirista, la cual no era incompatible con la tradición de la Federación Anarquista Uruguaya en los 1960. Sin embargo, estos modelos, lejos de aplicarlos dogmáticamente, los sometimos a discusión y los adaptamos a la realidad que nos tocaba vivir y a un esquema propio en que entendíamos diferentes niveles organizativos como interrelacionados aunque autónomos. Estaba muy lejos de nosotros la concepción leninista de entender al partido como el espacio superior desde el cual dirigir a las organizaciones populares utilizando los frentes políticos sociales como correa de transmisión. En nuestra perspectiva, los frentes eran espacios en que articulaban los sujetos populares (articulados en torno a roles y lugares en la sociedad capitalista) en base a reivindicaciones generales, en base a un método de organización de abajo hacia arriba, y en base a un sentir anti-capitalista relativamente amplio y libertario. Los frentes que habíamos definido, desde nuestra realidad, eran los frentes sindical, estudiantil, y poblacional. Creo que este modelo fue un acierto, principalmente, porque aunque habrían espacio para lo territorial, también lograban captar la complejidad extra-territorial de algunos sujetos en el capitalismo neoliberal (por ejemplo, estudiantes o sindicatos de reponedores, con alta movilidad). Creo que este modelo, pese a sus falencias y a la necesidad de articularlo a otras dinámicas (comisiones transversales de género, etc.), fue nuestro más gran acierto. Hasta la fecha, no ha habido una experiencia libertaria con más arrastre e influencia que lo logrado por el Frente de Estudiantes Libertario (FeL). Lo mismo puede decirse del trabajo poblacional del Frente de Peñalolén, por ejemplo, que se puso al frente de tomas de terreno articulado con el movimiento Lucha y Vivienda. Mucho del trabajo sindical que se ha hecho con posterioridad, tampoco hubiera sido posible sin la existencia de una política de frentes en esta fase temprana del movimiento. Sólo en base a los resultados, creo que esta es una experiencia valiosa de la cual hay aun mucho que aprender.

Este trabajo, luego se consolidó mediante la consigna “Unidad desde Abajo y en la Lucha”. Esta consigna reflejaba nuestra firme creencia en la unidad popular y en la unidad de los sectores de intención revolucionaria; pero también reflejaba nuestro rechazo a una unidad puramente súper-estructural, que se diera desde las alturas, desde las coordinaciones político-partidistas. Nosotros sosteníamos, y seguimos sosteniendo, que los procesos de convergencia política con otros sectores –y nuestras relaciones eran bastante ecuménicas, abarcando a prácticamente toda la izquierda- solamente tenían sentido si se daban desde las luchas que desarrollábamos en las bases. Ahí era donde nos encontrábamos y solamente ahí era donde un proceso de convergencia con sentido podía darse. De la misma manera, esta consigna reflejó nuestra intención de romper la lógica organizativa del colectivo (por casi toda su existencia el CUAC jamás funcionó más que como un colectivo grande) y dar pasos a una organización de carácter federativo, que reflejara la realidad del trabajo de frentes, y que hiciera carne principios como la unidad ideológica y táctica. Eso nos llevó a una crisis en términos de re-estructuración de la organización, la cual terminó en un quiebre y en un nuevo congreso, esta vez llamado programático, desarrollado a fines del 2003 y comienzos del 2004, el cual llevó a la fundación de la Organización Comunista Libertaria de Chile (OCL).

Epílogo

Si bien yo no participé directamente en el desarrollo del congreso programático, ni en la fundación de la OCL, porque ya me había ido del país, sí participé con una serie de documentos, comentarios y contribuciones que hice llegar por escrito para ese proceso. Empero, me siento incapacitado para hacer balances sobre la OCL pues yo no pertenecí directamente a esa experiencia, aun habiendo conocido de manera bastante cercana a varios de los participantes de ella. Creo importante señalar algunas de las falencias que creo que están en la base de los devaneos autoritarios y las desviaciones burocráticas que llevaron, finalmente, a la mutación de la OCL en Izquierda Libertaria, partido que luego adopta posturas claramente electorales basadas en la errónea tesis de la Ruptura Democrática, a la que me referiré más adelante.

Primero que nada, aunque creo que el trabajo estudiantil tuvo indudables beneficios en nuestra formación, y nos dio muchas herramientas para poder comenzar a desarrollar trabajo político en espacios diversos, creo que también nos acarreó muchos vicios, entre ellos las prácticas del maquineo que en algún momento se volverían hegemónicas. Los mismos problemas de seguridad que enfrentamos como organización y como militantes en momentos del fin del CUAC, llevaron también al desarrollo de una cultura del clandestinismo, de la cual eventualmente se abusó no solamente con fines de seguridad, sino como mecanismo para evitar debates abiertos y excluir posiciones incómodas. Si bien la seguridad es importante para decidir temas operativos (ej, una toma de terreno), momento en el cual no todo el mundo puede participar en una decisión, para temas políticos y de estrategia, absolutamente todos los miembros de una organización libertaria deben participar. A la par de esto, esta corriente se fue volviendo crecientemente parroquial, perdiendo esos fructíferos intercambios con otros procesos a nivel regional o internacional, e ignorando procesos como los que venían dando con la participación chilena en la invasión y ocupación militar de Haití.

Al poco tiempo, me parece que también se pierde el énfasis que habíamos tenido en la formación política anarquista, y llegan muchos elementos sin suficiente formación, sin convicción libertaria, y la organización tampoco les da esos elementos cuando ya están en su seno. Eso llevó a un progresivo pragmatismo, vanguardismo, y a una pérdida de identidad con el anarquismo, mientras se flirteaba con otras identidades políticas de la izquierda. En este marco, es que se dio un énfasis excesivo en la organización política como instancia máxima de toma de decisiones, convirtiendo a la organización político-social en una mera correa de transmisión de la dirección de un movimiento político (OCL) que, a la interna, cada vez tenía menos discusión democrática. Esto llevó, indudablemente, a la crisis de una de las experiencias más fecundas que tuvimos, como fue el FeL. Finalmente, terminó por imponerse la tesis de la “ruptura democrática”, según la cual, hacia el 2012, los movimientos sociales en Chile habían tocado techo en su posibilidad de transformación social y por tanto los libertarios debían entrar a espacios institucionales-electorales para tensar las instituciones de la democracia burguesa y lograr avances en combinación con las organizaciones sociales. Esta tesis, que fue demostrada errónea con las movilizaciones de Octubre del 2019, que demostraron que claramente ese techo ni las posibilidades transformadoras del movimiento popular, llevó a una creciente burocratización de la OCL, mutada en Izquierda Libertaria y flamante miembro del Frente Amplio, donde terminaron en el lado equivocado de la historia cuando se votó la ley anti-saqueos y la ley anti-capuchas –que no fueron más que maneras para distraer de las discusiones realmente importantes que debían darse en estos momentos históricos.

Quiero decir que lo más importante de todo, es la pérdida del sentido autocrítico. El problema no es equivocarse, sino que insistir en el error. O pretender que el error nunca existió. Un error puede ser una importante oportunidad para ciertos aprendizajes y para avanzar y cualificar la práctica. Pero si nos equivocamos y luego seguimos como nada, no hay ninguna posibilidad de avanzar. Creo que este balance de la experiencia posterior al CUAC es un ejercicio necesario que, como he dicho, no me siento capacitado para asumir en toda su profundidad, pero creo que cualquier experiencia organizativa desde la tradición que se reclama del anarco-comunismo debe hacer juiciosamente.

¿Qué nos queda de toda esta experiencia veinte años después, aparte de las lecciones de nuestros errores? Primero que nada, el irreductible compromiso con convertir las ideas libertarias en prácticas concretas, de la mano de las organizaciones populares, expresado ante todo en la acertada política de los frentes. Lo segundo, es el cambio de cultura política que operó en el país del cual nosotros fuimos protagonistas. Cuando comenzamos este recorrido en los 1990, plantear modelos asamblearios de organización social era considerado una ridiculez. Dos décadas después, este modelo de organización ya se había convertido en hegemónico y hoy sería impensable que ninguna organización social de cierto peso aceptara los niveles de verticalismo organizativo que antes eran moneda corriente. Este giro asambleario ha alcanzado su máxima expresión, en el contexto abierto en Octubre del 2019, con las Asambleas Territoriales que surgieron como expresiones espontáneas del pueblo movilizado, como una nueva forma de ejercer la política, al margen del electorerismo. Estas asambleas hoy convergen en la Coordinadora de Asambleas Territoriales, espacio clave para que estas formas alternativas de organización, surgidas de la misma movilización social, puedan alcanzar una perspectiva estratégica [3]. Eso es un gran cambio que ha dotado de sentido nuevo expresiones como democracia directa.

Aun cuando en el CUAC no logramos afianzar una estrategia de género adecuada (pese a los esfuerzos de espacios como Sucias [2]), la inquietud quedó planteada y se desarrolló en el feminismo libertario de los 2000, que ha tenido un peso tremendamente importante en las movilizaciones recientes. Finalmente, creo que Octubre del 2019 demostró que nuestra confianza en las capacidades políticas del pueblo no era algo ingenuo. Que se asentaba en la misma dinámica de la lucha de clases y en los altibajos de los movimientos populares en este oasis neoliberal. Creo que los tiempos requieren una madurez en el movimiento libertario para poder afrontar los retos que impone la resistencia de la clase dominante al cambio, y el arrojo de los sectores populares que instintivamente luchan por transformaciones a un sistema que no tiene capacidad de respuesta a sus necesidades, más que la represión. El descontento, más que las demandas específicas, han marcado la tónica de estas protestas –pero si ese descontento no se convierte en proyectos transformadores, difícilmente el potencial de esta protesta se concretará en cambios reales.

Creo que dos décadas después, los extraordinarios tiempo que vivimos, requieren de la capacidad de ese movimiento anarco-comunista amplio, de los sectores libertarios herederos de esta tradición, de sentarse, con generosidad y alturas de miras, a repensar la unidad de todos estos sectores en lucha, con miras a las grandes tareas impuestas por la efervescencia social. Esa generosidad implica entender que la unidad se dará a diversos niveles, que, aunque no estemos de acuerdo en todo, si podemos colaborar en algo debemos hacerlo. Si bien no podemos buscar la unidad de todos a cualquier costo, tampoco podemos convertir el divisionismo en consigna y no podemos darnos el lujo de no unirnos cuando no tenemos ninguna razón de peso para no hacerlo. Los tiempos demandan mucho más de nosotros que lo que estamos dando. Con generosidad y con responsabilidad histórica, creo que los tiempos están maduros para pensar en un nuevo congreso que sirva para entender las maneras en que podemos comenzar a trabajar y a coordinar las tareas de transformación social con los máximos niveles posibles de unidad, entendiendo lo que nos une, lo que nos divide, y en base a ello, estableciendo mecanismos de coordinación claros. Es lo que estos tiempos de grandes posibilidades nos exigen.

José Antonio Gutiérrez D.
22 de Enero, 2020


[1] Para tal efecto se puede revisar la serie de cuatro entregas “La Organización Anarco-Comunista en Chile”, que he ido publicando en línea: https://www.anarkismo.net/article/27325 ; https://www.anarkismo.net/article/28700 ; https://www.anarkismo.net/article/28739 ; https://www.anarkismo.net/article/31474
[2] Sucias era un espacio que formaron compañeras al interior del CUAC el 2002 para discutir de feminismo y cuestiones de género.
[3] Durante la reunión, un compañero hizo la aguda observación de que, ante el surgimiento de las Asambleas Territoriales, la insistencia en las viejas formas de hacer política era algo abiertamente contra-revolucionario. Era como ir a decir a los obreros de una fábrica ocupada que se la devolvieran al patrón.

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